Ayer fue el primer compromiso social en la agenda -apretadísima- de Mateo. La primera del año.
Aquello consistió en que su abnegada madre lo llevara a una fiesta cumpleañera de compañerito de escuela.
Y mientras nos acicalábamos respectivamente, yo me acordé de las veces en que ese mismo procedimiento lo llevaba a cabo en mis salidas sabatinas.
Ya fuera ir al museo, al cine o a una tarde de tequilas en la terraza de un buen amigo, los sábados eran algo muy esperado, ansiado y añorado para mi. Era el premio por cada semana infame en el trabajo.
Qué míticos son los sábados. Son tramposos, diría yo. Nos ofrece una posibilidad -ínfima- de ser o vivir de manera distinta a lo que cotidianamente somos. Aunque casi siempre, la realidad nos devuelve
ya no tan gallitos y ufanos a como empezamos. Pero bueno, qué sería de nuestra existencia sin esos oasis de esparcimiento. Viviríamos en una especie de "comunismo semanal".
Ahora que mis sábados estarán capados por el calendario Mateano, deberé dar nueva perspectiva a lo que los sábados representen.
Puedo decir que lo de ayer no fue tan malo, finalmente la vida es sabia y nos pone en los lugares donde debemos estar (aunque en el ínter nos demos de topes,topes,topes), yo personalmente me divierto en las fiestas infantiles.
Me gusta gorrear la comida, viborear a las comadres chismosas, robarme los dulces de la goodiebag de Matiux y comer pastel. Tal vez ligarse al payaso y coquetear con el padre del festejadito sea la idea de otras mamitas, pero a mi no me gusta la diversión "extrema"...yo creo que por eso de chica nadie me invitaba a sus fiestas.
Blah!
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