De chica, mis mayores placeres eran: tomar helado en "La especial de París", los scouts, las ferias del libro y de barrio, respectivamente e ir al Parque Hundido.
Hoy quise compartir tal placer con el buen Matius y la abnegada Marmota y debo decir que no estuvo tan mal, salvo el haber sufrido un asalto en despoblado por parte de la Congregación Nacional de Vendedores del Parque Hundido (SPSNC, por sus siglas en inglés) al pretender (y lograr) que pagaramos las colegiaturas de sus hijos de todo un año con serios aumentos a los típicos helados "de bolita" de a diez varos por piocha; o que decir de los colosales chicharrones de $25 peso. Pero el colmo del colmete fue que, en un momento berrinchoso de mi querube, nos encajaran un carrito de plástico con rebabas a ¡sesenta pesos! ¡¡o seaaaaa!!
Eso sí, Mateo estuvo muy feliz y todos lo fuimos al imaginar en lo rápido que "caería" al anochecer e ir a su cama (nada más alejado de la realidad...son las 11 de la noche y aún escucho los pasitos de mi hijo rebotando por todos lados).
El caso es que, volviendo a mi y mis añoranzas, el parque está mucho más equipado en los juegos de lo que estaba en mis días de infante. Los juegos de lámina y colores chillones han sido reemplazados por muy modernas y ergonómicas estructuras, lo que hace que los padres palidezcamos de envidia al recordar la época en la que sólo habia una resbaladilla, tres columpios y un cajón de arena apestosa. Y yo lo viiiiiii, yo lo vi. Observé a los padres trepandose discretamente en los juegos, mientras sus hijitos los veían entre extrañados y avergonzados.
El Matiu no. Él de plano pudo pasar de dicho trance por el simple hecho de que su madre está...
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