Recuerdo cuando era tan fácil venir acá al blog y escribir y escribir y fluir sin parar. Mis ideas se acomodaban perfectamente con la sintonía de mi corazón, de mi mente ordenada y de las dulzuras de la vida. Eran días tranquilos -épocas- donde podía añorar el otoño y celebrar mi cumpleaños con cero culpas y desazón.
Recuerdo los años que lo celebré estando embarazada, o casada, o soltera nuevamente o en pareja o sola y llena de libros, de flores, de amor y de abrazos.
Recuerdo las fiestitas godín, los momentos de risas nerviosas al abrir regalos, las cartitas, las llamadas y mensajes tan agradablemente inocentes... nada que ver con estos últimos cumpleaños donde todos estábamos bastante rotos como para celebrar, irónicamente. Nos había ocurrido la pandemia.
Entonces ya nada volvió a ser igual y creo que nunca reparé en escribir sobre el trauma que ello me generó puesto que estuve demasiado ocupada sobreviviendo y manteniendo a flote al par de ratitas que viven conmigo. Mi vida personal la puse en automático, mis deseos, mis anhelos y proyectos, lo que me daba gusto y me hacía feliz, los dejé fuera de la ecuación. Había que continuar remando sin parar.
¡Y no paré! Cada día fue darlo por ganado sin bajas, sin hambre, sin una urgencia importante ¡y no porque nadaramos en la abundancia o vivieramos en una burbuja!, sino porque no me di el espacio para lamentar que la vida estaba cambiando de página y yo no me iba a quedar en el capítulo anterior. Se fue la seguridad, la estabilidad.
Y también se fue el amor; se fue la ilusión de compartir la vida con gente que significaba todo para mi en ese momento. Y se fueron las cosas fáciles, los flees, el negarme a vivir aventurillas sin sustancia porque la vida ya era demasiado valiosa como para perderla entre relacioncitas matonas, me volví intolerante a la indecisión y a la tibieza en los corazones. Amas con todo o bájate de mi nube, porfa. No tengo ni tiempo ni ánimo que perder. Y pues se fueron bajando...
Pasaron años de eso y al parecer yo no cambié mi mood de combate; este mundo es un caos, la vida es una guerra y el amor, un campo de batalla.
Creo que sí se me fue la chispa de la vida en determinado momento; todo parecía tan finito, tan frágil que para qué intentar construir de nuevo. Los castillos en el aire son innecesarios y todos debemos aterrizar y atarnos al grillete de la realidad para que nada nos vuelva a agarrar con los dedos en la puerta. ¿Quién se puede dar el lujo de planear con todo tan incierto y volátil? Los locos, seguro.
Y cuando la gente salió de nuevo a vivir su vida, yo me quedé fría y resentida: no todos volvimos, no todos tuvimos condiciones para afrontar nuevamente la realidad que habíamos dejado en suspenso tres años atrás y a mi me comieron mis nuevas condiciones. Mi maternidad sufrió bastantes altibajos con la pubertad de Matius, el paso de Papita a la primaria y todo lo que ello conlleva. Me refugié en la comida, en lo dulce, en lo panoso, en lo que representaba la seguridad que no sentía por todo lo que había dejado en el camino (mi sueldo, la vida sin preocupaciones, sniff). El consuelo que necesité, la contención que no hallé en mi ni en nada por más que lo intenté, todas esas veces donde me he recompuesto para poder avanzar dos yardas más me han dejado un poco exhausta, temerosa y con la estabilidad emocional algo precaria.
No se cuantas veces necesitaré escribir sobre esto porque acabo de entender que traigo secuelas de un trauma que normalicé a fuerza de sobrevivir y pelear y no dejar a nadie en el camino. Se que dicho trauma ha condicionado decisiones que fui tomando y que hoy ya no quiero seguir así, a salto de mata, sintiendome incompleta e incapaz de afrontar el mundo que ahora es.
Entiendo que deberé aprender a relajar mi aprensión hacia mis vínculos con el mundo, que la compasión hacia mi misma cuando menos me soporte deberá ser alta, que no puedo dejar de observarme pero no por ello debo ser despiadada conmigo ni elevar la vara del juicio al resto de la humanidad.
Y aprenderé a resignificar la vida, los lugares, mis libros, mi música, mis emociones, recuerdos... y mi cumpleaños.
Porque se que amo la vida que me acompaña diariamente, porque se que esa chispita sigue ahí, esperando que la haga explotar para inundar de luz todo lo que me rodea, porque así soy yo, soy escandalosa y ruidosa y latosa y me encanta.
Porque sí merezco todo lo bueno que me está sucediendo y porque vale la pena esforzarse por lo que comienza.
Y lo vale porque es lo que siempre soñé sin conocerlo, sin sospechar que sí existía.
Vamos, cariñosos 43... vamos a dar la batalla.
Es octubre, pero en mi corazón le estoy dando un abrazo de confianza y consuelo a la mujer septembrina que va despertando de su letargo estival.
Feliz cumpleaños a mí.
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