Voy a contarles una historia triste:
Hace mil años, hubo una chica que lo único que quiso fue dejar correr los días de su vida tal como el agua corre por el wáter cuando se es ecológicamente irresponsable.
Tenía en ese entonces roto el corazón y la cordura. A pesar de todos los que la rodeaban, necesitaba una guía, apoyo y consuelo; esto lo sabía y lo deseaba, pero a la vez también le rehuía al compromiso. No quería ningún apego ni nada que significara atadura. Iba como las goletas a la deriva…
Y en éste tedioso discurso de un alma sin rumbo, fijó su existencia en el cliché de las películas americanas. Ver el cine como si vivera una doble vida la alejaba de las calles peligrosas aunque también de su familia, amigos y todo aquello que nos ayuda a crecer como persona. Escuela incluida. ¡Pero no pasaba nada! Asombrosamente no sucedía maldita la cosa.
Tenía un novio, tenía amigos, tenía a sus padres y hermanos, un pasado impecable, una casa cómoda, una mascota que no la esperaba en las noches pero que fregaba por el día.
Y aun así, ella necesitaba más. Y se entregaba al vacío como te entregas al destino más incierto; y las mentiras para encubrir su “estilo de vida” se hicieron parte de su piel, tanto que hasta olvidó lo que era el sabor de la verdad en los labios. Pero no pasaba nada.
No se drogó, no se convirtió en dipsómana, no se prostituyó ni durmió en las calles… ella únicamente dejaba transcurrir el tiempo, guardándose en los cines como una oruga se encierra en su capullo, solo que al final de la película no saldría una mariposa.
Pero, amigos, en serio que no pasó nada. Y ésta falta de reacción (momentánea, claro, el karma es algo más que un lugar común) la tenía al borde del abismo. Y dejó caer su brillo desde un puente. Del mismo puente en el que algún día contempló aquel planeta y dijo: “ya no queda más”.
Y fue cierto, amigos.
No quedó algo más.
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