viernes, 18 de abril de 2014

Letras, lágrimas y recuerdos: Adiós a García Márquez.

El genial escritor Gabriel García Márquez se ha ido en busca del mar de Macondo, en una travesía que le llevará la eternidad; siento un hueco en la panza, una tristeza que hormiguea despacito en la cumbre de mi ombligo; como una fina lluvia de grises mojando un campo rosáceo y amarillo. Como el color de las mariposas que ya no volverán...
Comencé a leer a García Márquez cuando tenía 12 años, sobre una mesa de tule y cuatro sillas de palma alrededor. 
Era 1992 y husmeaba en el desván de la abuela Ofelia. 
Eran "Doce cuentos peregrinos", uno para cada año de mi vida. Aquello debía ser una bonita coincidencia, una señal, la llave del destino; porque la fuerza, esa nunca la encontré. Yo creo que no venía. 
La vida me llevó hacia otros autores, sobre todo a los brazos de Poniatowska, de Paz, de Fuentes... de éste último recuerdo haber saboreado el orgullo chilango de una ciudad, que si bien ya no era transparente, si ofrecía una embriaguez de pertenencia, decadencia y lustre cultural como no se ha visto en otra parte (aunque tampoco es que viaje mucho, vous sais...) y de nuevo la misma vida me trajo de regreso a García Márquez.
 Habían pasado otros doce años desde los últimos "doce" y ni con toda la sabiduría de tortuga vieja hubiera entendido que aquel encuentro que conjugaba la magia de enamorarse de a mentis y el beber ávidamente de un amor, no estaba hecho para perdurar en el mundo de los razonamientos. Al menos, no en el de los míos.
Leímos juntos "Cien años de soledad" y parecía que nos faltarían diez décadas más para decirnos todo lo que no dijimos al final. Era conmovedor mirarnos al atardecer mientras discutíamos hipótesis, personajes, tramas y sobre todo, cuando rubricábamos nuestras cartas con frases "macondinas". Escucharnos salpimentar nuestras conversaciones con dichos y piropos de algún personaje, pero sobre todo, filtrar dulces sentimientos del papel a nuestros tibios labios.
Sí, caray. Con "Cien años de soledad" me enamoré caprichosamente de la eternidad del ocaso, de la permanencia del amor en la tierra y de los calores de una selva que absorbía los temores.
Y al igual que Macondo, "lo nuestro" también tenía fecha de caducidad. Así que, paralelamente al pueblo donde todas las casas exhibían turpiales, canarios, azulejos y petirrojos, aquello terminó con un ciclón que barrió toda lógica y esperanza. Es cosa natural. No grata, pero natural.
La memoria, si es como la mía, guarda pedazos de recuerdos, imanes, chicles envueltos en papelitos de colores, trozos de cuerda y páginas de historia. De repente, cuando la levedad del ser es insoportable, abro el ropero, abuelita, y acaricio esos "tesoros" de rato en rato. Algunos hasta los escribo y ustedes y yo somos cómplices de mi nostalgia.
Por ello es que duele tu adiós en este plano existencial, Gabrielito.
Eres como el escribano que día a día nos llenó de verde y de palabras calientes como panes recién horneados, alimentando nuestras almitas buenas y hambrientas de amor.
Una existencia de nudo gordiano que dejará huérfanas distintas pasiones y que como aves de Macondo cantaremos tristes tu partida.
Allá lejos, en la ciénega y el mar cenizo, aguardarás nuestras miradas y nuestras confidencias. A partir de este momento sabemos que nuestros recuerdos ya son más tierra y hojarasca que carne y presente.
Se llora a los muertos y se llora lo inasible. 
Consolémonos en la espera de otros cien años de soledad.


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