Ok, es momento de sincerarse y aceptar que ni en un millón de años mi vida volverá al mismos punto en el que se encontraba un año atras y que oficialmente me han dado la bienvenida al club de los "Tristes por siempre".
Y mientras la tragedia te empuja al abismo, una debe sonreír, sonreír, sonreír...¡payasito! pues no le puedes romper el encanto a una casa del árbol o a un partido entre la escuadra de Rusia y la del Toluca, simplemente por no saber guardar las proporciones.
La realidad es esta, queridos menos cinco comprensivos lectores de siempre: hay tres personas en extremo cercanas a mi, que se encuentran luchando por su vida.
A la primera se le fue sumando la segunda y luego la tercera... no es fácil pensar en gatitos o dulces o globos a punto de reventar. Es más, no atino a hilar alguna idea para el cumpleaños de mi Matius.
Y en este limbo personal me ha pillado el tiempo y se me ha echado encima con muchas cuestiones que resolver y muchos sinsabores por sortear.
El cuerpo, la salud, la buena alimentación, los "hubiera" médicos... todo es un bucle en el tiempo, todo apunta hacia una espiral decadente e imparable.
Y yo quisiera envolverme en periódico como a los aguacates para madurar a la velocidad de la luz y poder entender (de una buena vez) de qué se trata este rollo llamado vida.
Nada me llena, mi propia existencia me empieza a pesar...
Y luego esta el hecho de que no compartes la alegría de nada.
Dices que si, pero en realidad el dolor y la preocupación se fusionan en una bola que tapa tus conductos de la felicidad, tal como lo haría una bola de pelo en la tubería de tu baño. Y claro, se borra tu sonrisa y pone a tus ojos en alto.
Es cuando gruñes porque el vecino tose dentro de su casa. O porque sus maleducados perritos no callan su ladrido frente al 122 de Hacienda del Conejo, o porque la alegria de los noviecitos es un insulto a tu insensible sensibilidad.
Nadie nos diseñó para mirar estoicamente como un ser amado se consume frente a nosotros.
Estamos hechos para que nuestro corazón se desgarre y querramos transfundir nuestra sangre desesperadamente hacia el cuerpo que parece irse apagando poco a poco.
Tampoco estamos hechos para bajar los brazos con franca resignación. Ni para entender los misterios de la vida sin agitar un poco el puño hacia el cielo.
No estoy hecha para dejar ir a quien hasta hace poco formaba parte de la base de mi pirámide.
Ni para entender que la vida es un eterno aeropuerto colmado de llegadas y partidas.
Todas siempre dolorosas...
Y mientras la tragedia te empuja al abismo, una debe sonreír, sonreír, sonreír...¡payasito! pues no le puedes romper el encanto a una casa del árbol o a un partido entre la escuadra de Rusia y la del Toluca, simplemente por no saber guardar las proporciones.
La realidad es esta, queridos menos cinco comprensivos lectores de siempre: hay tres personas en extremo cercanas a mi, que se encuentran luchando por su vida.
A la primera se le fue sumando la segunda y luego la tercera... no es fácil pensar en gatitos o dulces o globos a punto de reventar. Es más, no atino a hilar alguna idea para el cumpleaños de mi Matius.
Y en este limbo personal me ha pillado el tiempo y se me ha echado encima con muchas cuestiones que resolver y muchos sinsabores por sortear.
El cuerpo, la salud, la buena alimentación, los "hubiera" médicos... todo es un bucle en el tiempo, todo apunta hacia una espiral decadente e imparable.
Y yo quisiera envolverme en periódico como a los aguacates para madurar a la velocidad de la luz y poder entender (de una buena vez) de qué se trata este rollo llamado vida.
Nada me llena, mi propia existencia me empieza a pesar...
Y luego esta el hecho de que no compartes la alegría de nada.
Dices que si, pero en realidad el dolor y la preocupación se fusionan en una bola que tapa tus conductos de la felicidad, tal como lo haría una bola de pelo en la tubería de tu baño. Y claro, se borra tu sonrisa y pone a tus ojos en alto.
Es cuando gruñes porque el vecino tose dentro de su casa. O porque sus maleducados perritos no callan su ladrido frente al 122 de Hacienda del Conejo, o porque la alegria de los noviecitos es un insulto a tu insensible sensibilidad.
Nadie nos diseñó para mirar estoicamente como un ser amado se consume frente a nosotros.
Estamos hechos para que nuestro corazón se desgarre y querramos transfundir nuestra sangre desesperadamente hacia el cuerpo que parece irse apagando poco a poco.
Tampoco estamos hechos para bajar los brazos con franca resignación. Ni para entender los misterios de la vida sin agitar un poco el puño hacia el cielo.
No estoy hecha para dejar ir a quien hasta hace poco formaba parte de la base de mi pirámide.
Ni para entender que la vida es un eterno aeropuerto colmado de llegadas y partidas.
Todas siempre dolorosas...
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