Dicen que las cosas “buenas” te suceden/llegan/pasan cuando menos lo esperas.
Dicen también que las desgracias nunca llegan solas.
Entonces, analizando ésta filosofía de abuela, el hecho de que casi muriera por aburrimiento gripal tuvo su recompensa ésta día (o, tal vez sea lo contrario)
Cuando cumplí 16 años mis papás tuvieron a bien llevarme a vivir lejos de lo que yo denominaba “Circuito de la buena vida”. El depa que ocupábamos en Insurgentes Centro pasó a manos de usureros españoles, quienes no siendo los dueños nos lanzaron injustamente a la calle…bueno, no fue tan dramático: ni nos lanzaron, ni fuimos a dar a la calle, ni eran tan no dueños.
El caso es que, con nuestros enseres fuimos a poblar una parte de la ciudad que ni siquiera había escuchado mentar (ok, ok…no; no era tampoco tan así)
La hermana república de Tláhuac quiso que nosotros fuésemos sus habitantes más distinguidos y a semejante honor no pudimos decir que no. Así que, con 16 años y en plena adolescencia escenosa mi vida ya no tenía sentido.
Poco tiempo después (mi memoria ha borrado el dato de si fueron horas o años) mi madre regresaba de su trabajo. Despidiéndo y dando instrucciones a su chofer (¿teníamos chofer?) un ruidejo sacóla de sus pensamientos; ¿qué era aquello, ¡oh, andanzas del destino!? Era un maullido.
El “Toris” irrumpió en nuestras vidas de una manera que ya he narrado aquí y, brevemente les diré (again) que ese gato libró a mi padre de pagarnos psicólogos a mi hermano y a mi (aunque se los cobró frotando su gatoso cuerpo en sus trajes carítsimos) trayéndonos momentánea felicidad que duraría exactamente diez años, justo cuando otro gatito irrumpió en mi vida: el Matius.
Con Matius, ya lo saben, mi vida es el duro trajinar que no termina cuando se mete el sol y la canción de los cochinitos dormilones toca su último acorde. Con él es pan y cebolla; es brincar en la cama mientras él juega a otra cosa; es el mimarlo hasta el extremo de echarlo a perder con cuentos que nunca llegan a nada pero que lo mismo pueden contener un cohete espacial plateado y toda su colección de muñecos trepados en él (sí, también el famoso Topo Gigio rosa)
Es haber construido una fina complicidad matrioshki-hijoski que se desbarata cuando el padre ausente llega a casa. Es sufrir una apoplejía mientras se canta sin parar-sin cesar te quiero yo y tú a mi, una especie de transacción afectiva que raya en lo hiperbárico.
A tal extremo, lo último que querría en mi vida sería u otro hijo o una mascota.
Pero nadie manda en el destino de las demás cosas y personas, así que cuando la vida te da limones más vale hacer limonada. Y por eso, después de tanto mambo jambo, lo único coherente que les puedo decir es: el maldito gato chiquito que no se dejó adoptar hace una semana ha decidido ser parte de mi familia. Con toda su gatuna gatunez tuvo el descaro de maullar hasta decir basta, fingió amnesia a los hechos de la semana pasada y dijo, como sólo los gatos pueden decir: “pos fíjate que siempre sí me vengo a vivir a tu chante y órales, abre el refri que traigo el hambre atrasada” (Bitch!)
Pero ¿saben qué? Dicen que el que anda con lobos a aullar se enseña y yo he adquirido cierto “no gusto” por los gatos (#Escándala!....lo se, LittleEdward)
Así que aquí estoy, sola con mi soledad porque Matius duerme y la Marmota está en sepa la bola dónde, decidiendo si hago un huequito en mi corazón (¡y en mi agenda!) para adoptar un gato. Hecho que anteriormente no hubiera dudado en realizar y que hoy me causa bastante conflicto.
Esto es crucial, amigos. Si lo adopto, éste blog seguirá llamándose naturalmente “La Gatería”. Pero si no… definitivamente tendría que cambiar de denominación (tal vez “La No Gatería”)
Como siempre, “éstas son las cosas que me descomponen” diría el Sombrerero Loco…
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