Primer café de la mañana: Me voy a disculpar con los menos cinco lectores de siempre (que a éstas alturas ya deben ser menos 6) por ser tan inconstante, tan huevas para asomarme por éstas ventanas a escribir mis desgracias y hacerlos reir. Prometo que ordenaré mi escritorio de todas las mugres que vienen a botar, desde los calcetínes de Marmota hasta los tópers del lunch del lunes, pasándo por las croquetas sin abrir de la Peluss... seguramente por eso está chillando, la muy ruidosa. Sí, eso haré. Yo me debo a mis lectores y son ellos los que merecen que me pula en mis habilidades gerenciales para poder librar CADA viernes una batalla contra la estulticia y entregar mi colaboración. ¡Ay, qué lindo suena!
Segundo café de la mañana: Mmmm... picar, picar, picar. La vida en esta casa es un eterno picar. Dietas, leche de almendras, el khale, la quinoa... papillas, la zanahoria, el arroz orgánico, la chía. Es demasiado.
Tercer café de la mañana: ¿Escribir? Ja, ja, ja, ...
Cuando comencé a escribir tenía sólo un dígito en mi credencial de la vida.
Los primeros intentos por trascender los atesora mi mamá junto a mis dientes de leche y mi primer trenza; dice que le hacían mucha gracia mis cuentitos y hasta mis cartas a los Reyes Magos.
Observaba la vida, en verdad me ponía a pensar en "qué pasaría si..." (una vez me imaginé quedándome a vivir en una instalación del Museo Rufino Tamayo. Pensé que eso sería una cosa hermosa, durmiéndo bajo las serpentinas de colores que colgaban del techo y ¡hasta visualicé el espacio que tendría mi cocinita combo!)
Posteriormente escribía cuentos bajo la influencia de Borola Tacuche: quería que mi voz sonara con ese tonito arrabalero con el que me imaginaba que hablaba, con esa precisa claridad para arrancarme carcajadas. No se.
En secundaria llegué a colaborar en el periódico escolar (el muy prestigioso "Águila") bajo el seudónimo de "La tía Fulana" y en mi último año fui -durante un breve tiempo- jefa de redacción.
Y finalmente (y digo finalmente porque hasta ahí dejé de escribir de manera "masiva") intenté hacer una revista, "La chica panqué", que adquirió su nombre de mi (primer) apodo en la secundaria: "Panquecitos".
Básicamente eran ocho hojas tamaño oficio donde prácticamente me fusilé un ejemplar de "Eres Niños". Con todo y tests.
Todo apuntaba a que me dedicaría a escribir. Todos lo dábamos por hecho.
A veces, aún con toda la moustrosidad de eventos felices que pasan en mi vida, me cuesta trabajo venir a escribir... En mi muy interior (ese lugar donde guardo las palabras, los aromas, las miradas, los largos abrazos y mis momentos) siento que no merezco escribir.
¿Por qué?
Pues... no lo se.
Cuando te quedas en casa picando pepinos y recogiendo pares de calcetínes, es muy fácil poner tu vida en perspectiva al mismo tiempo que pones una carga de ropa en la lavadora. Y también es muy fácil ver los talentos de las demás personas y negar el tuyo por el simple hecho de que no lo dice un título universitario colgado en la pared del estudio de tus papás.
Yo no elegí dedicarme a escribir, elegí defender la justicia.
Y luego elegí crecer primero a un niño y ahora a una niña.
¿Cuáles serán los talentos que adornarán mi tumba?
Tal vez ese rimbombante epitafio sólo estará grabado en dos corazones.
Y tal vez en un momento menos oscuro de mi vida -uno donde vea la luz en mis pepinos picados- ello sea suficiente.
Mientras tanto, "a veeeer... ahí viene el avion-citooooo..."
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