Resulta que tienes grandes expectativas en cuanto a celebrar la Navidad. Pasas un año deseando que dicha fecha te encuentre llena de paz y amor, llena de dinero para todas esas obligaciones que velis nolis adquieres por concepto de vivir en la sociedad del consumo. Quisieras que tu casa resplandeciera de brillos y tafetán, mientras "All I want for Christmas is you" ameniza cada momento de la temporada, desde tus compritas en Liverpool hasta en las interminables posadas escolares, pensando y deseando que ese buen humor te dure hasta que sea la hora de arrullar al niñito Jesusito que ha de nacer en la medianoche del 24/25 (sigo sin entender esto del tiempo, mientras en Nukoalofa segurito que ya es domingo, aquí seguimos retacándonos de recalentado) y brindar con sidra Santa Clos (que por cierto, estuvo caríiiiisima este año) por el cumpleañero.
De repente, como si se tratara de una película de David Lynch, las cosas comienzan a ponerse feas: situaciones que no tenías idea que venías arrastrando buscan su foro para salir y decir "Hola, aquí tienes cosas no resueltas. ¿Dónde te las pongo?" y sin querer queriendo van saliendo todo eso que según tú y tu concepto de madurez, ya habías sorteado. ¿Es eso o es que tienes demasiadas hormonas (como ese pavo que no consigues bañar en vino blanco espumoso por estar demasiado congelado, ¡maldítas prisas!) que no dejan que tu cerebro piense con claridad? ¿O ya empezó el Apocalipsis (como ya empezó para ese pavo que sigues sin conseguir bañarlo en vino blanco espumoso) o es que las expectativas son muy altas y una quiere que todo sea tan perfecto como lo era en la infancia o simplemente esta es una lección más que aprender antes de que acabe el año?
Esta temporada navideña no ha sido la más edulcorada, la neta. He corrido por todos lados como loca para prepara la llegada de un bebé, soportando el trato de "poor Dana" y escuchando estupideces de gente que antes de tener un hijo pensaba de una manera y ahora, por el simple hecho de convertirse en madre/padre creen que lo saben TODO (pues déjenme decirles que su afán de aconsejar es directamente proporcional a su afán para que su pareja les haga caso, ¡gracias!), preservar la salud mental de un esposo agobiado por su trabajo y sus relaciones laborales y familiares y tratar de conservar la idealización de una fecha en el entorno de un niño. Adivinen en cuál he fallado desde su planteamiento... ¡exácto! ¿Por qué debo fomentar una ilusión cuando la realidad es bien diferente? Idealizar una fecha, ¡UN SOLO DIA! basándonos en películas hollywoodenses y villancicos sobre burros sabaneros no es una manera de educar para el éxito sino para una frustración permanente cuando te llegan tus 34 años de sopetón y más confundida que nunca.
Así que con ayuda de la madre naturaleza, de mi madrecita santa y de su propia mamá, el Matius ha aprendido esta Navidad que la misma no es perfecta, que no es necesario romper una piñata para sentirnos en onda, que la gente que quiere estar contigo en esta fecha lo estará sin necesidad de persuasión, soborno o manita de puerco y te brindará su luz por el solo gusto de compartir. Quien no estuvo, gracias por su ausencia pues de ella también se aprende y se obtiene sabiduría para el futuro.
Esta Navidad fue bastante weird, como dice una invitada inesperada (y de la que todos estamos agradecidos por aparecer), desde la lluvia hasta los plantones. Pero ¿saben? Curiosamente tienen que pasar estas cosas para apreciar lo que en realidad significa la Navidad: no es un día en especial, es llevar siempre a la Navidad en tu corazón.
Ok, ese concepto me lo acabo de fusilar de Charles Dickens, pero esa es la idea.
Que hayan pasado una muy feliz Navidad y que mis queridos menos cinco lectores de siempre no estén indigestados por el recalentado...
(¿Otra tortita de bacalao? ¡Pues nos la echaaaaaaamos!)
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