"No...rien de rien...No... je ne regrette rien..."
Hay muchas fórmulas que dicen hacernos feliz en cuestión de horas, minutos e incluso, segundos. Algunas las he probado (con nulos resultados) y otras las he dejado pasar, como que no han sido lo mío o no hemos "vibrado" en la misma frecuencia o qué se yo.
Pero la ÚNICA fórmula que he visto con éstos ojitos pizpiretos que algún día (esperemos que muy lejano) se han de comer los gusanos es la de no arrepentirse de nada. Jamás.
Y como tal, trato de llevarla al pie de la letra, aunque -como con la dieta- a veces caiga en absurdos, necios y estorbosos arrepentimientos.
El no arrepentirse es cuestión de valentía, de decisión y de tener una mantequillota bien grasosa para que las inevitables consecuencias se nos resbalen, porque eso sí, el no arrepentimiento no deja títere con cabeza.
Por ejemplo, recuerdo con mucho cariño la única vez que me fui de pinta en la secu -y ello porque hubo paro laboral a la mera hora y no porque mi cerebro de Maquiavelo adolescente lo haya planeado- y nos fuímos a jugar a las canchas de la Deportiva Cuauhtémoc cerca de si, la delegación del mismo nombre.
Estuvimos muy felices como lombrices hasta que llegó la hora de regresar a nuestras casas y entonces comenzó la lucha entre el bien y el mal, entre el "no me arrepiento de este amor" y el "girl, I´m sorry I was blind". La batalla del arrepentimiento contra el valemadrismo. En esa época ganó, claro, el arrepentimiento: con lágrimas en los ojos supliqué a mi madre que no me castigara por haberme ido de pinta, sugiriendo efectivos castigos para expiar tan grande culpa y hasta ofreciendo voluntariamente mi persona para realizar aquellas actividades domésticas tan poco agradables para un espíritu adolescente.
Curiosamente, nada de ello me hizo sentir mejor. Comparado con la naturalidad con que mis compañeras se lo tomaron, el mío fue un auténtico martirologio que me llenó de culpa y desdén durante mucho tiempo.
Digamos... cuatro días.
En cambio, cuando las finas hebras del valemadrismo comenzaron a tejer su entrampado en mi ser, la cosa se puso mejor.
Hice, deshice, fui, vine, usé, compré, deseché, tomé, pedí, robé, fingí, falsifiqué y malgasté diversos conceptos de diversas actividades... fue glorioso. Fue una eclosión de sentimientos, de empoderamiento y de alta estima hacia mi persona. Creo que me volví imparable.
Hasta que nació el Matius... y otra vez la vida es un martirologio perpetuo.
No se, yo esto de la maternidad lo llevo terriblemente mal; todo me causa culpa, todo lo hago pésimo, todo va a acarrear consecuencias y al final, se que el Matius también terminará en un diván.
¿Por qué el chip materno nos hace tanto daño a las mujeres que somos bribonas por naturaleza?
Quisiera yo saber a dónde se fue la chamaquita que brincaba trancas y prejuicios en pos de una nueva aventura. Ciertamente me miro al espejo y ya no veo dos diablillos bailando en mis pupilas. Lo que veo es una laaaaarga lista llena de culpas y "prohibidos" peor que la que tengo apalancada en la despensa.
Supongo que la edad de ser valiente te prepara para el momento en el que te das cuenta que ser valiente es cuestión de aguantar lágrimas y sollozos al ver una manita pequeña aferrada a la tuya, pidiéndote cordura y amor.
Y que las aventuras intrépidas son aquellas en las que te amarras el corazón para que no se te escape al primer portazo que escuchas en tu antes tranquilo hogar. O simplemente el valemadrismo aplica ahora al enfrentar críticas y maeldicencias por pretender seguir siendo tú, a pesar de pañales y papillas, dibujos hechos de sopa y calificaciones espantosas pegadas con orgullo maternal en la nevera.
Aún así pienso (después de un laaaargo suspiro, lagrimitas contenidas y un breve mordisco a mi torta de tamal -que me causará culpa al rato, cuando intente girar mi ¿cinturita? al compás de "Este ritmo se baila así"-) que no, no me arrepiento de nada. Ni de lo dicho, lo hecho, lo pensado y lo demostrado con anterioridad.
Ni de los pasos que daré a continuación .... *Sonríe maliciosamente mientras se acomoda suavemente la ropa y repasa el lipstick sobre sus labios.
Hay muchas fórmulas que dicen hacernos feliz en cuestión de horas, minutos e incluso, segundos. Algunas las he probado (con nulos resultados) y otras las he dejado pasar, como que no han sido lo mío o no hemos "vibrado" en la misma frecuencia o qué se yo.
Pero la ÚNICA fórmula que he visto con éstos ojitos pizpiretos que algún día (esperemos que muy lejano) se han de comer los gusanos es la de no arrepentirse de nada. Jamás.
Y como tal, trato de llevarla al pie de la letra, aunque -como con la dieta- a veces caiga en absurdos, necios y estorbosos arrepentimientos.
El no arrepentirse es cuestión de valentía, de decisión y de tener una mantequillota bien grasosa para que las inevitables consecuencias se nos resbalen, porque eso sí, el no arrepentimiento no deja títere con cabeza.
Por ejemplo, recuerdo con mucho cariño la única vez que me fui de pinta en la secu -y ello porque hubo paro laboral a la mera hora y no porque mi cerebro de Maquiavelo adolescente lo haya planeado- y nos fuímos a jugar a las canchas de la Deportiva Cuauhtémoc cerca de si, la delegación del mismo nombre.
Estuvimos muy felices como lombrices hasta que llegó la hora de regresar a nuestras casas y entonces comenzó la lucha entre el bien y el mal, entre el "no me arrepiento de este amor" y el "girl, I´m sorry I was blind". La batalla del arrepentimiento contra el valemadrismo. En esa época ganó, claro, el arrepentimiento: con lágrimas en los ojos supliqué a mi madre que no me castigara por haberme ido de pinta, sugiriendo efectivos castigos para expiar tan grande culpa y hasta ofreciendo voluntariamente mi persona para realizar aquellas actividades domésticas tan poco agradables para un espíritu adolescente.
Curiosamente, nada de ello me hizo sentir mejor. Comparado con la naturalidad con que mis compañeras se lo tomaron, el mío fue un auténtico martirologio que me llenó de culpa y desdén durante mucho tiempo.
Digamos... cuatro días.
En cambio, cuando las finas hebras del valemadrismo comenzaron a tejer su entrampado en mi ser, la cosa se puso mejor.
Hice, deshice, fui, vine, usé, compré, deseché, tomé, pedí, robé, fingí, falsifiqué y malgasté diversos conceptos de diversas actividades... fue glorioso. Fue una eclosión de sentimientos, de empoderamiento y de alta estima hacia mi persona. Creo que me volví imparable.
Hasta que nació el Matius... y otra vez la vida es un martirologio perpetuo.
No se, yo esto de la maternidad lo llevo terriblemente mal; todo me causa culpa, todo lo hago pésimo, todo va a acarrear consecuencias y al final, se que el Matius también terminará en un diván.
¿Por qué el chip materno nos hace tanto daño a las mujeres que somos bribonas por naturaleza?
Quisiera yo saber a dónde se fue la chamaquita que brincaba trancas y prejuicios en pos de una nueva aventura. Ciertamente me miro al espejo y ya no veo dos diablillos bailando en mis pupilas. Lo que veo es una laaaaarga lista llena de culpas y "prohibidos" peor que la que tengo apalancada en la despensa.
Supongo que la edad de ser valiente te prepara para el momento en el que te das cuenta que ser valiente es cuestión de aguantar lágrimas y sollozos al ver una manita pequeña aferrada a la tuya, pidiéndote cordura y amor.
Y que las aventuras intrépidas son aquellas en las que te amarras el corazón para que no se te escape al primer portazo que escuchas en tu antes tranquilo hogar. O simplemente el valemadrismo aplica ahora al enfrentar críticas y maeldicencias por pretender seguir siendo tú, a pesar de pañales y papillas, dibujos hechos de sopa y calificaciones espantosas pegadas con orgullo maternal en la nevera.
Aún así pienso (después de un laaaargo suspiro, lagrimitas contenidas y un breve mordisco a mi torta de tamal -que me causará culpa al rato, cuando intente girar mi ¿cinturita? al compás de "Este ritmo se baila así"-) que no, no me arrepiento de nada. Ni de lo dicho, lo hecho, lo pensado y lo demostrado con anterioridad.
Ni de los pasos que daré a continuación .... *Sonríe maliciosamente mientras se acomoda suavemente la ropa y repasa el lipstick sobre sus labios.
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