Cierta mañana me dispuse a acompañar a un muy atarantado Marmota al Hospital de la Ceguera.
Luego de dicha diligencia y bajo el acuerdo pre nupcial de que él estaría facultado para usar mi coche en cuanto se le diera la gana, me dejó amablemente en la estación de trolebús de División del Norte y Churubusco, para que me fuera directito a ... Tribunales.
Tomé con filosofía mi destino y aún con buen ánimo (debido mayormente a un cafecito de olla bien caliente) me trepé al trole.
Recorrió mi mirada impasible el panorama que se presentó al momento de subir los tres escalones que separan a los transeúntes de los peatones y al ver ningún asiento disponible, bufé sin sentido aparente y por primera vez en el día, maldije a mi suerte.
No pasó mucho tiempo de ese estado cuando finalmente hubo de desocuparse un lugar justo al lado del pasillo donde me encontraba.
Me senté no sin antes experimentar una ligera sorpresa al ver abalanzarse a mi compañera de viaje, que no era otra persona mas que una señora tipo bien (cualquier cosa que ello signifique), la cual justificó tamaña conducta bajo el efecto de un nerviosismo patente, originado en el miedo a pasarse de bajada.
Sonreí un tanto sardónica; las vicisitudes del itinerario de mi compañera me tenían sin cuidado a esa hora de la mañana (y si los acontecimientos ulteriores no se hubieran desarrollado, puedo decir perfectamente que aún seguirían sin gozar de mi atención), pero al momento recordé lo que había sufrido en el lapso en el que me quedé sin automóvil, así que traté de mejorar mi humor y me dispuse a escuchar lo que mi compañera de viaje tenía que decir.
El hielo se rompió al punto que saqué de mi bolso un ejemplar de "La Piel de Zapa", de H. de Balzac.
Ejemplar que me fué obsequiado por Mr. M... en 20... y cuya lectura había sido interrumpida por hechos que aquí se han documentado previamente.
Mi compañera mostró emoción al descubrir que alguien estuviera leyendo a Balzac y su curiosidad se aventuró un poco más al preguntarme si acaso realizaba su lectura en francés.
Hasta aquí la frialdad dejó de pronto mi corazón, pues me hinché de orgullo al sentir que alguien pudiera considerarme capaz de tamaña proeza, sin embargo hube de sacar del error a mi nueva amiga (a ese punto, mi vanidad ya la consideraba como tal) y con unas no pocas risitas nerviosas le indiquè que mi modesta lectura se concretaba en el más simple y llano español, pero dejando un poco de espacio para aclarar que sì, que el idioma francés no me era del todo desconocido y al vuelo regresé la cortesía, indagando si mi interlocutora era conocedora del idioma de Flaubert, Dumas o el mismo Balzac. Dijo que sí.
La plática prosiguió así como el paseo (a este punto, mi travesía ya la consideraba como tal) y diversos temas fueron tratados.
Desde el estudio profundo de la gramática, (de la cual vergonzosamente me confesé una ignorante) hasta del conocimiento del latín, cuyo estudio es fundamental para lograr la conquista de muchos idiomas universales.
Habló de viajes a Alemania, de amistades procuradas al sazón de un piano en pleno Centro Histórico y finalmente, de las prioridades en la vida mientras se matizan los sueños primigéneos, unicamente truncados por la feliz casualidad de la maternidad.
Supongo que fue una hora de charla agradable, mientras el mundo se detuvo un poco al paso de un pintoresco trolebús.
La ciudad adquirió otra vista, más mísera, más gris...
Un poco viciada de ambientes que no proponen armonía. Ni de gente ocupada o siquiera interesada en procurarla.
¿Qué importa?
Por un instante delicioso mi mañana cambió de repente y las vulgares ocupaciones habituales se vieron enriquecidas por el espíritu del arte de la conversación y tal vez, por la influencia -malísima para el tono habitual de La Gatería- de Balzac.
Queridísimos menos cinco lectores de siempre, tengan hoy muy buenas festividades y mejores intenciones.
Nos leeremos el próximo viernes, cuando me recupere del impacto de Balzac y mi ánimo chabacano se encuentre donde siempre: en mis no tan ágiles pero sinceros dedos al escribir.