Cuando era niña, los juegos de manos no eran de villanos.
El foreplay no era un asunto que en ese preciso momento nos importara o que siquiera imagináramos algún día conocer.
Era común entonces que dos o tres escuinclas se pusieran a repetir como loritas aquello de que un marinero se iba a la “mari mari mar” para ver lo que podía “veri veri ver”. Sin tener conciencia que, efectivamente, lo menos que vería el marinero en comento sería el fondo de la mar.
Pero bueno, nosotras felices de la vida jugando a chocar las palmas de las manos mientras recitábamos cosas TAN llenas de sentido y lógica aristotélica (amén de un compendio de geografía que haría envidiar al mismísimo Descartes) tales como: “ En el mercado de La Bom-ba, hay una zapaterí-a, donde van las chicas gua-pas a tomarse las medi-das”. O aquella de “El gallo y la gallina se fueron a Portugal; el Gallo iba de botas, la Gallina de delantal...”
Lo confieso: mi favorita era aquella de “Corona, cerveza... ¡Media vuelta! A la chiquiri chiquiri chiquiri, a la chocoro, chocoro, chocoro...”
Pero quiero decir que aquello era una especie de “hermandad mujeril”. Dicho juegos nos acercaban y nos mostraban lo buenas compañeritas que las mujeres podíamos ser entre nosotras. Sin necesidad del viboreo o de la zancadilla. O de robar maridos (¡Por Dios! ¿Alguien sigue creyendo que los maridos “se roban”?)
Ya más grandecitas, los rituales a compartir tenían que ver mayormente con “ya sabes quién” (Y no, no me refiero a Lord Voldemort) Es decir, al chico que nos gustaba.
Y tales ceremoniales “ahoy” se siguen practicando (¡y con idénticos resultados!) demostrando la capacidad femenina para amar, para comprender lo que es el amor y las armas que se usan en pro de dicha búsqueda.
Como el culto a la tapita del refresco de lata a la que le dabas ene mil vueltas recitándo el abecedario, para que en el momento que se desprendiera, revelara la letra del interfecto que suspiraba por ti. De tal manera que si te caía en la letra “O”, ya sabías que tu “uyuyuy” seguramente se llamaría “Osbelio”. ¡Y te la creías!
O que tal aquel en el que traías un “cuerito” (les estoy hablando de los noventas, c’mmon!) con un dije y que justo cuando el dije, en sus múltiples andanzas por tu cuello tropezaba con el nudo cueroso, a la de ¡ya! debías tener a una amiga a la mano para ocupar tres azarosos dedos en los cuales depositarías todas tus adolescentosas ilusiones, ¿cómo?, fácil y sencillo: Pedias sus tres dedos; a cada dedo dabas el nombre de uno de los chicos que te gustaran (sí claro, ¿a poco creían que la infidelidad era asunto exclusivo de mujeres casadas? ¡A los catorce años también se pone soso hasta el más “papacito”!) y le pedías que bajara uno, al azar. El que bajara ella, sería el “mero mero”. Bueno, posteriormente, pedías que los volviera a subir asignándole a cada dedo el sentimiento que “El Elegido” sentía por ti: AMOR-AMISTAD-ODIO. ¡Ouuu!, eran momentos angustiosos pues por más “heartbreaker” que se fuera, el ego es el ego.
Ya, pasados esos tortuosos momentos –y en el caso de que saliera “AMOR”- las amigas reían con complicidad y se abrazaban, listas para enfrentar al mundo.
Extraño esos momentos de inocente amistad femenina. A veces nos hacemos bolas con conceptos como “éxito económico”, “un buen trabajo”, “un excelente partido”, “maternidad feliz”...
Y nos olvidamos que la vida tiene que ver más con un éxito trascendental como ser humano. Con aquello que nos hace felices en el momento, puesto que la felicidad permanente es para uso exclusivo de los habitantes del Fray Bernardino.
Quisiera volver a aquellos días en los que mi prima Lluvia y yo llevábamos a cabo dichos rituales en pos de “aquellos chicos queretános” y que nuestras expectativas de felicidad eran las de salir a dar la vuelta a la colonia y topárnoslos para poder platicar un rato. Y –of course- ¡robárles unos cuantos besitos!